04/10/2013Deja un
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El crecimiento exponencial de la contaminación del
aire en las grandes ciudades, del agua potable y del medioambiente en general;
el calentamiento del planeta, el derritimiento de los glaciares polares, la
multiplicación de catástrofes “naturales”; la destrucción de la capa de ozono;
la destrucción, a una velocidad creciente, de los bosques tropicales y la
rápida reducción de la biodiversidad por la extinción de miles de especies; el
agotamiento de tierras, su desertificación; la acumulación de residuos,
principalmente nucleares, imposible de manejar; la multiplicación de accidentes
nucleares y la amenza de un nuevo Chernobyl; la contaminación de la comida, las
manipulaciones genéticas, las “vacas locas”, la carne con hormonas. Se
encienden todas las alarmas: es evidente que el curso enloquecido de las
ganancias, la lógica productivista y la mercantilización de la civilización
capitalista/industrial nos conduce a un desastre ecológico de proporciones
incalculables. No es ceder al «catastrofismo» constatar que la dinámica del
«crecimiento» infinito inducido por la expansión capitalista amenaza los
fundamentos naturales de la vida humana en el planeta [1].
¿Cómo
reaccionar frente a este peligro? El socialismo y el ecologismo —o, por lo
menos, algunas de sus corrientes— tienen objetivos comunes que implican un
cuestionamiento de la autonomización de la economía, del reino de la
cuantificación, de la producción como meta en sí misma, de la dictadura del
dinero, de la reducción del universo social al cálculo de márgenes de
rentabilidad y a las necesidades de la acumulación del Capital. Ambos defienden
los valores cualitativos: el valor de uso, la satisfacción de las necesidades,
la igualdad social, la preservación de la naturaleza, el equilibrio ecológico.
Ambos conciben la economía como una “pieza” en el medio: social para el
algunos, natural para otros.
Se dice: las divergencias de fondo
son las que mantienen separados a los «rojos» y a los «verdes», a los marxistas
de los ecologistas. Los activistas ecologistas acusan a Marx y Engels de
productivismo. ¿Se justifica esta imputación? Sí y no.
No, en la medida en que nadie denunció
tanto como Marx la lógica capitalista de la producción por la producción, la
acumulación de capital, riquezas y mercancías como un fin en sí mismo. La misma
idea de socialismo, contradiciendo la miserable falsificación de los
burócratas, es la de una producción de valores del uso, de
bienes necesarios para la satisfacción de necesidades humanas.
El objetivo
supremo del progreso técnico para el socialismo de Marx no es el crecimiento
infinito de posesiones («el tener») sino la reducción de la jornada de
trabajo y el crecimiento del tiempo libre («el ser»).
Sí, en la medida en que a menudo en los
descubrimientos de Marx o Engels (y más todavía en el marxismo ulterior) hay
una tendencia a hacer del «desarrollo de las fuerzas productivas» el vector
principal del progreso, así como una posición poco crítica hacia la
civilización industrial, principalmente en su relación destructiva del medio
ambiente.
En realidad,
uno encuentra en los escritos de Marx y Engels elementos para nutrir ambas
interpretaciones. La cuestión ecológica es, en mi opinión, el desafío más
grande para un renovación del pensamiento marxista en el siglo XXI. Ésta exige
a los marxistas una revisión crítica profunda de su concepción tradicional de
las «fuerzas productivas», así como una ruptura radical con la ideología del
progreso lineal y con el paradigma tecnológico y económico de la civilización
industrial moderna. Walter Benjamin fue uno de los primeros marxistas del siglo
XX que planteó este tipo de problemas: desde 1928, en su libroDirección
única,denunciaba la idea de dominación de la naturaleza como una
«instrucción imperialista» y propuso una nueva concepción de la técnica como
«dominio de la relación entre la naturaleza y la humanidad». Algunos años
después, en sus «Tesis de filosofía de la historia» se propone enriquecer al
materialismo histórico con ideas de Fourier, ese utópico visionario que había
soñado «un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en condiciones
de aliviarla de las criaturas que duermen latentes en su seno» [2].
Hoy los
marxismos todavía están lejos de haber colmado sus carencias en este terreno.
Pero algunas reflexiones empiezan a abordar esta tarea. Una pista fecunda ha
sido abierta por el activista ecológico y marxista norteamericano James
O’Connor: es necesario agregar a la primera contradicción del capitalismo la
existente entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción,
examinada por Marx, una segunda contradicción entre las fuerzas productivas y
las condiciones de producción: los trabajadores, el espacio urbano, la
naturaleza. Por su dinámica expansiva, el capital pone en peligro o destruye
sus propias condiciones, empezando por el medioambiente natural —una
posibilidad que Marx no había tenido suficientemente en consideración [3].
Otro
interesante acercamiento es sugerido en un reciente texto de un ecomarxista
italiano: «La fórmula según la cual se produce una transformación de las
fuerzas potencialmente productivas en fuerzas eficazmente destructivas,
especialmente respecto al medioambiente, nos parece más conveniente y más
significante que el esquema muy conocido de la contradicción entre fuerzas
productivas (dinámicas) y relaciones de producción (que las encadenan a las
primeras). Por otra parte, esta fórmula permite aportar un fundamento crítico y
no apologético al desarrollo económico, tecnológico, científico y, por
consiguiente, para elaborar un concepto de progreso‘differentié’[diferenciado]
(E. Bloch) [4].
Sea marxista o no, el movimiento
obrero tradicional en Europa —los sindicatos, partidos socialdemócratas y
comunistas— sigue profundamente marcado aún por la ideología del «progreso» y
por el productivismo y, en ciertos casos, defiende, sin mayor cuestionamiento,
la energía nuclear o la industria del automóvil. Es verdad que un principio de
sensibilización ecologista está en proceso de desarrollarse, principalmente en
los sindicatos y partidos de izquierda en los países nórdicos, en el Estado
español, en Alemania, etc.
La gran
contribución del ecologismo fue —y vuelve a ser— hacernos tomar conciencia de
los peligros que amenazan al planeta como consecuencia del actual modo de
producción y consumo. El crecimiento exponencial de agresiones contra el
medioambiente y la amenaza creciente de una ruptura del equilibrio ecológico
configura un escenario catastrófico que pone en cuestión la supervivencia misma
de la vida humana. Estamos confrontados con una crisis de civilización que
exige algunos cambios radicales.
El problema es que las propuestas
avanzadas por las corrientes dominantes del ecologismo político europeo son muy
insuficientes o conducen a callejones sin salida. Su principal debilidad es
ignorar la necesaria conexión entre el productivismo y el capitalismo, de
conducir a la ilusión de un «capitalismo verde» o de reformas capaces de
controlar sus «excesos» (como por ejemplo las ecotasas). Toman como pretexto la
imitación por las economías burocráticas despóticas del productivismo
occidental, viendo como el capitalismo y el socialismo, hombro con hombro,
constituían dos variantes del mismo modelo, un argumento que ha perdido su
interés tras el hundimiento del pretendido «socialismo real».
Los ecologistas están equivocados si
creen poder hacer la crítica de la economía marxista del capitalismo: una
ecología que no comprende la relación entre el «productivismo» y la lógica de
la ganancia está condenada al fracaso o, peor, a la recuperación por el
sistema. No faltan ejemplos de ello… La ausencia de una postura anticapitalista
coherente ha conducido a la mayor parte de los partidos verdes europeos —en
Francia, Alemania, Italia, Bélgica…— a convertirse en simples compañeros
«eco-reformistas» de la gestión social-liberal del capitalismo en los gobiernos
de centro-izquierda.
Considerando a los trabajadores como
irremediablemente ganados por el productivismo, algunos ecologistas consideran
un punto muerto al movimiento obrero, y han puesto en sus banderas: «ni
izquierda, ni derecha». Los ex-marxistas convertidos al ecologismo declaran
apresuradamente el «adiós a la clase obrera» (André Gorz), mientras que otros
(Alain Lipietz) insisten en que es necesario salir de lo «rojo» —es decir, del
marxismo o del socialismo— para adherirse a lo «verde», al nuevo paradigma que
traería una respuesta a todos los problemas económicos y sociales.
Finalmente,
en las corrientes llamadas «fundamentalistas» (o de laecología profunda) se
llega a esbozar, bajo el pretexto de luchar contra el antropocentrismo, una
refutación al humanismo que conduce a posiciones relativistas, colocando a
todas las especies vivientes al mismo nivel. ¿Es necesario considerar
verdaderamente que el bacilo de Koch o el mosquito anófeles tienen los mismos
derechos a la vida que un niño enfermo de tuberculosis o malaria?
¿Qué es por consiguiente el
ecosocialismo? Se trata de una corriente de pensamiento y de acción ecologista
que hace suyos los principios fundamentales del marxismo debidamente
desembarazados de los residuos productivistas. Para los eco-socialistas, la
lógica del mercado y la ganancia, del mismo modo que el autoritarismo
burocrático del supuesto «socialismo real», es incompatible con las exigencias
de la salvaguardia del medio ambiente natural. Todos critican la ideología de
las corrientes dominantes del movimiento obrero, pero reconocen que los
trabajadores y sus organizaciones son una fuerza esencial para la
transformación radical del sistema, y para el establecimiento de una nueva
sociedad, socialista y ecologista.
El
ecosocialismo se ha desarrollado durante los últimos treinta años, gracias a
trabajos de pensadores de la talla de Manual Sacristán, Raymond Williams,
Rudolf Bahro (en sus primeros escritos) y André Gorz (ídem), como en las
preciosas contribuciones de James O’Connor, Barry Commoner, John Bellamy
Foster, Joël Kovel (EU), Joan Martínez Allier, Francisco Fernández Buey, Jorge
Riechmann (Estado español), JeanPaul Déléage, Jean-Marie Harribey (Francia),
Elmar Altvater, Frieder Otto Wolff (Alemania) y muchos otros, que se han
expresado en una red de revistas tales como: Capitalism, Nature and
Socialism, Ecología Política,etc.
Esta corriente está lejos de ser
políticamente homogénea, pero la mayoría de sus representantes comparten
ciertos temas comunes. En ruptura con el productivismo de la ideología del
progreso —en su forma capitalista o burocrática— y en oposición a la expansión
infinita de un modo de producción y consumo destructor de la naturaleza,
representanuna tentativa original de articular las ideas de un socialismo
marxista con las conquistas de la crítica ecologista.
James
O’Connor define como ecosocialistas las teorías y movimientos que intentan
subordinar el valor de cambio al valor de uso, mientras organizan la producción
según las necesidades sociales y los requisitos para la protección del
medioambiente natural. Su meta, un socialismo ecológico, sería una sociedad
racional ecológicamente fundamentada en el control democrático, la igualdad
social y el predominio del valor del uso [5].
Yo añadiría que esta sociedad supone la propiedad colectiva de los medios de la
producción, una planificación democrática que permita a la sociedad definir
metas de producción e inversiones, así como una nueva estructura de la fuerza
productiva tecnológica.
El razonamiento ecosocialista reposa
sobre dos argumentos esenciales:
1. El modo de producción y de consumo
actual de los países desarrollados, fundados sobre la lógica de la acumulación
ilimitada del capital, de ganancias, de mercancías, de despilfarro de recursos,
de consumos ostentosos y de destrucción acelerada del medioambiente, no puede
de ningún modo ser extendido al conjunto del planeta más que en el escenario de
una importante crisis ecológica; según cálculos recientes, si se generalizara
al conjunto de la población mundial el consumo medio de energía de EEUU, las
reservas actuales de petróleo se agotarían en diecinueve años [6].
Este sistema está, por tanto, necesariamente fundado en el mantenimiento y en
el agravamiento de las escandalosas injusticias entre el Norte y el Sur.
2. En este estado de cosas, la
continuación del «progreso» capitalista y la expansión de la civilización
fundada sobre la economía de mercado, que funciona bajo una forma brutalmente
inequitativa, amenaza directamente, a medio plazo (toda previsión sería
azarosa) la supervivencia misma de la especie humana. El cuidado de la
naturaleza es, por tanto, un imperativo humanista.
La racionalidad limitada del sistema
capitalista, con sus cálculos inmediatistas de pérdidas y beneficios, es
intrínsecamente contradictorio con una racionalidad ecológica que tome en
consideración la temporalidad de los ciclos naturales largos. No se trata de
oponer los «malos» capitalistas ecocidas con los «buenos» capitalistas verdes:
es el sistema mismo, fundado en una competencia despiada, en las exigencias de
rentabilidad, en la carrera de las altas tasas de ganancias, el que es
destructor de los equilibrios naturales.
El pretendido «capitalismo verde» es
sólo una maniobra publicitaria, una etiqueta puesta para vender una mercancía,
o, en el mejor de casos, una iniciativa local equivalente a una gota de agua en
la árida tierra del desierto capitalista.
Contra el
fetichismo de la mercancía y la autonomización cosificada de la economía,
acendrada a través de neoliberalismo, se pone en juego el futuro que es, para
los ecosocialistas, la puesta en acción de la «economía moral», en el sentido
que dió E.P. Thompson a este término, es decir, una política económica fundada
sobre criterios no-monetarios y extra-económicos: en otros términos, la
«reinbricación» de lo económico en lo ecológico, lo social y lo político [7].
Las reformas
parciales son completamente insuficientes: es necesario reemplazar la
micro-racionalidad de la ganancia por una macroracionalidad social y ecológica,
lo que requiereun cambio real de civilización [8]. Ello
es imposible sin una reorientación tecnológica profunda y apuntando al
reemplazo de las fuentes actuales de energía por otras, no-contaminantes y
renovables, como la energía eólica o la solar [9].
La primera cuestión planteada es, entonces, sobre el control de los medios de
producción y, sobre todo, de las decisiones de inversión y cambio tecnológico;
de modo que deben arrebatarse a los bancos y a las empresas capitalistas esos
medios y esas decisiones para transformarse en bienes comunes de la sociedad.
Ciertamente, el cambio radical no sólo involucra a la producción, sino también
al consumo. Sin embargo, el problema de la civilización burguesa/industrial no
es —como pretenden a menudo algunos ecologistas— «el consumo excesivo» de la
población, y la solución no es una «limitación» general del consumo,
fundamentalmente en los países capitalistas avanzados. Es el tipo de consumo
actual, fundado en el desperdicio y la ostentación, la alienación mercantil y
la obsesión por acumular, lo que debe ponerse en cuestión.
Una reorganización en su conjunto
del modo de producción y consumo es necesaria, fundada sobre criterios
exteriores a los del mercado capitalista: en las necesidades reales de la
población (no necesariamente en las de la población solvente) y la salvaguardia
del medioambiente. En otros términos, una economía de transición al socialismo,
«re-ajustada» (como diría Karl Polanyi) en el medio ambiente social y natural,
porque está fundada en la opción democrática de prioridades e inversiones
decididas por la población —y no por leyes del mercado o por un politiburó
omnisciente. En otros términos de nuevo: una planificación democrática local,
nacional, y, tarde o temprano, internacional, definiendo: 1) qué productos deben
subvencionarse o tener una distribución gratuita ; 2) qué opciones energéticas
deben ser permitidas, aunque no sean, en un primer momento, las «rentables»; 3)
cómo reorganizar el sistema de transportes, según criterios sociales y
ecológicos; 4) qué medidas se toman para reparar, lo más rápidamente posible,
los gigantescos daños al medio ambiente dejados «en herencia» por el
capitalismo. Y así sucesivamente…
Esta transición no sólo conduciría a
un nuevo modo de producción y a una sociedad igualitaria y democrática, sino
también a un modo de vida alternativo, una nueva civilización, ecosocialista,
más allá del reino del dinero, de los hábitos de consumo artificialmente
inducidos por la publicidad y de la producción al infinito de mercancías que
dañan el medio ambiente (¡el automóvil privado!).
¿Utopía? En el sentido etimológico («ningún
lugar»), sin duda. Pero si ya no creemos, como Hegel, que «todo lo que es real
es racional, y todo lo que es racional es real», ¿cómo pensar una racionalidad
sustancial sin hacerse llamar utopía? La utopía es indispensable en el cambio
social, con tal de que se funde en las contradicciones de la realidad y en los
movimientos sociales reales. Este es el caso del ecosocialismo, que propone una
estrategia de alianza entre los «rojos y los verdes» —no en el sentido político
estrecho de los partidos socialdemócratas y de los partidos verdes, sino en un
sentido más amplio, es decir, entre el movimiento obrero y el movimiento
ambientalista, y de solidaridad con los oprimidos y explotados del Sur.
Esta alianza
implica que el ecologismo renuncia a las tentaciones del naturalismo
antihumanista y abandona su pretensión de reempazar la crítica de la economía
política. Esta convergencia también implica que el marxismo se desembarace de
su productivismo, sustituyendo el esquema mecanicista de la oposición entre el
desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción que las
limitan, por la idea, mucho más fecunda, de una transformación de las fuerzas
potencialmente productivas como fuerzas efectivamente destructivas que son la
utopía revolucionaria de un socialismo verde o de un comunismo solar no
significa que uno no debe actuar desde hoy mismo. Pero no tener ilusiones sobre
la posibilidad de «ecologizar» al capitalismo no significa que no debe
comprometerse con el combate por reformas inmediatas. Por
ejemplo, algunas formas de ecoimpuestos pueden ser útiles, a condición de que
sean portadores de una lógica social igualitaria (hacer pagar a los
contaminadores y no a los consumidores), y que se acabe con el mito de un
cálculo económico del«precio de mercado» de cada daño ecológico: ésta es una
variable incomensurable desde el punto de vista monetario. Tenemos necesidad
desesperada de ganar tiempo, de luchar inmediatamente por la prohibición de los
CFCs (clorofluocarburados) que destruye la capa de ozono, por una prohibición
de los OGM (Organismos Genéticamente Modificados), por una severa limitación de
los gases responsables del efecto invernadero, por privilegiar los transportes
públicos por encima del uso del automóvil individualista, contaminante y
anti-social [11].
La trampa
que nos amenaza en este terreno es ver nuestras reivindicaciones tomadas
positivamente en cuenta, pero vaciadas de contenido. Un caso paradigmático es
el «Acuerdo de Kyoto» sobre el cambio climático, en el que se previó una
reducción mínima del 5% en relación a 1990 —lo que era totalmente insuficiente
para tener resultados efectivos— en la emisión de gases responsables del
calentamiento global del planeta. Como se sabe, EEUU, principal fuerza
responsable de la emisión de gases, rehusó obstinadamente firmar ese acuerdo; en
cambio, Europa, Japón y Canadá sí lo firmaron, pero reordenando sus términos
—con el famoso «mercado de derechos de emisión» o el reconocimiento del
supuesto «bien del carbono»—, que todavía reduce más el alcance, ya muy
limitado, de dicho acuerdo. En lugar de los intereses a largo plazo de la
humanidad, predominaron aquellos que, a simple vista, son los de las
multinacionales del petróleo y del complejo industrial del automóvil [12].
La lucha por reformas eco-sociales
puede ser portadora de una dinámica de cambio, de «transición» entre las
demandas mínimas y el programa máximo, a condición de que rechace los argumentos
y las presiones de los intereses dominantes, de apelar a las reglas del
mercado, la competitividad o la «modernización». Algunas demandas inmediatas
son ya, o rápidamente pueden convertirse en, el lugar de una convergencia entre
los movimientos sociales y los movimientos ecologistas, entre sindicalistas y
conservacionistas, entre rojos y verdes:
·
La promoción
del transporte público —trenes, metros, camiones, tranvías—, bien organizado y
gratuito, como alternativa a los embotellamientos y a la contaminación de
ciudades y campos debido al coche privado y al sistema de infraestructuras de
transporte.
·
La lucha
contra el sistema de la deuda y los «ajustes ultra-neoliberales» impuestos por
el FMI y el Banco Mundial a los países del Sur, con consecuencias sociales y
ecológicas dramáticas: el desempleo masivo, la destrucción de los sistemas de
protección social y de las culturas vivientes, la destrucción de los recursos
naturales por la exportación.
·
La defensa
de la salud pública contra la polución del aire, del agua (acuíferos) o de la
comida, por la avaricia de las grandes empresas capitalistas.
·
La reducción
del tiempo de trabajo como respuesta al desempleo y como visión de la sociedad
que privilegia el tiempo libre respecto a la acumulación de bienes y mercancías
[13].
Sin embargo, en la lucha por una
nueva civilización, a la vez más humana y más respetuosa de la naturaleza, el
conjunto de los movimientos sociales emancipadores deben asociarse. Como lo
dice tan bien Jorge Riechmann:
«Este
proyecto no es capaz de renunciar a ninguno de los colores del arcoiris: ni al
rojo del movimiento obrero anticapitalista e igualitario, ni al violeta de las
luchas por la liberación de la mujer, ni al blanco de los movimientos no
violentos por la paz, ni al anti-autoritario negro de los libertarios y
anarquistas, y mucho menos al verde de la lucha por una humanidad justa y libre
sobre un planeta habitable» [14].
El ecologismo social ha devenido una
fuerza social y política presente sobre la tierra en la mayor parte de los
países europeos, y también, hasta cierto punto, en EEUU. Pero nada sería más
falso que considerar que las cuestiones ecológicas sólo preocupan a los países
del Norte, que son un lujo de las sociedades ricas. Cada vez más se desarrollan
en los países del capitalismo periférico —en el «Sur»— los movimientos sociales
con una dimensión ecológica.
Estos
movimientos reaccionan ante un agravamiento creciente de los problemas
ecológicos de Asia, África y América Latina, como consecuencia de una política
deliberada de «exportación de la polución» por los países imperialistas. Esta
política, además, tiene una «legitimación económica insuperable» —desde el punto
de vista de la economía capitalista de mercado— formulado recientemente por un
experto eminente del Banco Mundial, el Sr. Lawrence Summers: ¡los pobres
cuestan menos caros! Por citar sus propios términos: «la medición de costos de
la polución dañina a la salud depende de los rendimientos perdidos debidos a la
morbilidad y la mortalidad acrecentadas. Desde este punto de vista, una
cuantificación dada de polución dañina a la salud deberá ser realizada en los
países con los costos más bajos es decir, en los países con los salarios más
bajos» [15].
Una formulación cínica que revela la
lógica del capital global mucho mejor que todos los discursos sedantes sobre el
«desarrollo» producidos por las instituciones financieras internacionales.
Se ve aparecer así en los países del
Sur esos movimientos que Joan Martinez-Alier llama «la ecología de los pobres»
o también «neonarodnismo ecológico», esto es, las movilizaciones populares en
defensa de la agricultura campesina, y del acceso comunal a los recursos
naturales, amenazados de destrucción por la expansión agresiva del mercado (o
del Estado), así como por las luchas contra el deterioro del medioambiente
provocado por el intercambio desigual, la industrialización dependiente, las
manipulaciones genéticas y el desarrollo del capitalismo (los «agronegocios»)
en el campo.
A menudo,
estos movimientos no se definen como ecologistas, aunque su lucha tiene una
dimensión ecológica determinante [16].
Ni que decir tiene que estos
movimientos no se oponen a mejoras traídas por el progreso tecnológico: al
contrario, la reivindicación de electricidad, agua corriente, alcantarillados y
una multiplicación de instalaciones sanitarias son parte de su plataforma de
reivindicaciones. A lo que se niegan es a que la polución y la destrucción de
su hábitat natural se haga en nombre de las leyes del mercado y de los
imperativos de la «expansión» capitalista.
Un texto reciente del dirigente
campesino peruano Hugo Blanco expresa notablemente el significado de esta
«ecología de los pobres»:
«A primera
vista, el conservacionista aparece como el tipo, el tipo ligeramente loco, para
el cual el principal objetivo en la vida es prevenir la desaparición de las
ballenas azules o los osos pandas. La gente común tiene cosas más importantes
de las que preocuparse, por ejemplo, cómo conseguir diariamente el pan. […] Sin
embargo, existe en Perú un gran número de personas que son conservacionistas.
Por supuesto, si uno les dice, «usted es ambientalista», ellos probablemente contestarán
«ecologista su hermana»… y todavía: ¿habitantes de la ciudad de Ilo y de los
pueblos circundantes, en lucha contra la polución provocada en Perú del sur por
la Corporación Cobriza son considerados conservacionistas o no? […] ¿Y la
población del Amazonas, no es completamente ambientalista, dispuesta a morir
por defender sus bosques contra la depredación? Del mismo modo que lo es la
población pobre de Lima, cuando protesta contra la polución de las aguas» [17].
Entre las innumerables
demostraciones de «la ecología de los pobres», un movimiento es particularmente
ejemplar, por su alcance a la vez social y ecológico, local y global, rojo y
verde: la lucha de Chico Mendes y la Unión de Gentes del Bosque en defensa del
Amazonas brasileño, contra el trabajo destructor de los terratenientes y los
agronegocios multinacionales.
Recordemos
brevemente los momentos principales de esta confrontación. Militante sindical
ligado a la Central Única de Trabajadores, partidario del nuevo movimiento
representado por el socialista Partido de los Trabajadores, Chico Mendes
organizó, a principios de los años 80, ocupaciones de tierras por los
campesinos que vivían de la extracción de caucho (seringueiros) contra
los latifundistas que enviaban sus excavadoras contra los bosques para
convertirlos en pastizales. En un segundo momento tiene éxito organizando a los
campesinos, a los obreros agrícolas, a los seringueiros, a los sindicalistas y
a las tribus indígenas —con el apoyo de las comunidades de base de la Iglesia—
en la Alianza de los Pueblos del Bosque, que hace fracasar muchas tentativas de
deforestación. El eco internacional de estas acciones le vale en 1987 el Premio
Ecológico Global aunque, poco tiempo después, en diciembre de 1988, los
latifundistas le expresan su estima por su combate y mandan a sus pistoleros
para asesinarle.
Por su articulación entre socialismo
y ecología, luchas campesinas e indígenas, supervivencia de poblaciones locales
y salvaguardia del entorno global (la protección de la última gran selva
tropical), este movimiento pudo convertirse en un ejemplo de las futuras
movilizaciones populares en el «Sur».
Hoy, a principios del siglo XXI, el
ecologismo social se ha convertido en uno de los ingredientes más importantes
del vasto movimiento contra la globalización capitalista neoliberal, que
también está en proceso de desarrollarse en el Norte y en el Sur del planeta.
La masiva presencia de activistas ambientalistas fue uno de los rasgos llamativos
de la gran manifestación de Seattle contra la Organización Mundial del Comercio
en 1999. Y en el movimiento del Foro Social Mundial de Porto Alegre en 2001,
uno de los actos simbólicos más fuertes del evento fue la operación conjunta
entre militantes del Movimiento Sin Tierra, de campesinos brasileños, y
activistas de la Confederación Francesa de Campesinos de José Bové, en la que
se destruyó una plantación de maíz transgénico de la multinacional Monsanto. La
lucha contra la multiplicación desenfrenada de los organismos genéticamente
modificados (OGM) moviliza en Brasil, en Francia y en otros países, no sólo al
movimiento ecologista, sinó también al movimiento campesino, y a una parte de
la izquierda, con la simpatía de la opinión pública, la preocupación por las
consecuencias imprevisible de las manipulaciones transgénicas en la salud
pública y el ambiente natural.
La lucha contra la mercantilización
del mundo y la defensa del medioambiente, la resistencia a la dictadura de las
multinacionales, el combate por la ecología, todo ello está íntimamente ligado
en la reflexión y la práctica del movimiento mundial contra la globalización
del capitalismo neoliberal.
Traducción: Andrés Lund Medina
NOTAS
[1] Ver al
respecto la excelente obra de Joel Kovel,The Ennemy of Nature. The end
of capitalism or the end of the world?, Zed Books, Nueva York, 2002.
[2] W.
Benjamin,Dirección única,Alfaguara, Madrid, 2002 y «Tesis de la
filosofía de la historia», enDiscursos interrumpidos,Taurus, Madrid,
1973. Se puede mencionar también al socialista austriaco Julius Dickmann, autor
de un ensayo pionero publicado en 1933 en La critique sociale.Según
él, el socialismo sería el resultado, no de un «desarrollo impetuoso de las
fuerzas productivas», sino sobre todo una necesidad impuesta por
el«encogimiento de la reservas naturales» dilapidadas por el capital. El
desarrollo «irreflexivo» de las fuerzas productivas por el capitalismo mina las
condiciones mismas de la existencia del género humano. («El verdadero límite de
la producción capitalista»,La critique sociale,n° 9, septembre de 1933).
[3] James
O’Connor, «La segunda contradicción del capitalismo: causas y consecuencias»,Actuel
Marx n° 12, «L’écologie, ce matérialisme historique», París, 1992, pp.
30 a 36.
[4] Tiziano
Bagarolo, «Encore sur marxisme et écologie»,Quatrième Internationale, n°
44, París, mayo-julio de 1992, p.25.
[5] James
O’Connor,Natural Causes. Essays in Ecological Marxism,The Guilford
Press, Nueva York,1998, pp. 278, 331.
[6] M. Mies,
«Liberación del consumo o politizacion de la vida cotidiana», Mientras
Tanto, n° 48, Barcelona, 1992, p. 73.
[7] Cfr.
Daniel Bensaïd,Marx intempestivo,Herramienta, Buenos Aires, 2003, pp.
385 a 386 y p. 396 y Jorge Riechmann,¿Problemas con los frenos de
emergencia?Revolución, Madrid, 1991, p. 15.
[8] Ver el
notable ensayo de Jorge Riechmann, «El socialismo puede llegar solo en
bicicleta»,Papeles de la Fundación de Investigaciones Marxistas, Madrid,
n° 6, 1996.
[9]. Ciertos
marxistas reivindican ya un «comunismo solar»: véase David Schwartzman, «Solar
Communism»,Science and Society.Special issue «Marxism and Ecology», vol.
60 ; n° 3, 1996.
[10] Daniel
Bensaïd, Marx Intempestivo,pp. 391 y 396.
[11] Jorge
Riechmann, «Necesitamos una reforma fiscal guiada por criterios igualitarios y
ecológicos», enDe la economía a la ecología, Trotta, Madrid, 1995, pp.
82-85.
[12] Véase
el esclarecedor análisis de John Bellamy Foster, «Ecology against Capitalism»,MonthlyReview. vol.
53, n° 5, octubre de 2001, pp. 12-14.
[13] Ver
Pierre Rousset, «Convergence de combats. L’écologique et le social»,Rouge,París,
16 de mayo de 1996, pp. 8-9.
[14] Jorge
Riechmann, «El socialismo puede llegar solo en bicicleta»,cit.,p. 57.
[15] Cfr.
«Let them eat pollution»,The Economist,8 de febrero de 1992.
[16] Joan
Martínez-Alier, «Political Ecology, Distributional Conflicts, and Economic
Incommensurability»,New Left Review,n° 211, mayo-junio de 1995, pp.
83-84.
[17]
Artículo en el periódicoLa República,Lima, 6 abril 1991 (citado por
Martínez-Alier, Ibid.p. 74).
Fuente: democraciasocialista.org
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